Como bien sabemos, vivimos en un enorme manicomio al que llamamos sociedad que, sin embargo, se erige en garante de la “normalidad” y otorga certificación de “buen@s ciudadan@s” a quienes cumplen los parámetros dominantes.Sin profundizar en los caracteres de la generalizada patología social (tal vez luego) sí es evidente que las luchas de diferentes colectivos “apestados” (por su procedencia étnica, su orientación sexual, comportamientos elegidos, etc.) han conseguido reducir (algo, al menos algo) la mirada excluyente y han dado como resultado la conquista de derechos.
A pesar de los patéticos intentos de regresión de algunas gentes y sus partidos vehiculares, está claro que, por ejemplo, los colectivos LGTBI están más protegidos que hace sólo unas décadas, y eso conlleva, entre otras cosas, que también resulta más sencillo “salir del armario”. La lenta pero inexorable extensión de los grupos que defienden las alternativas éticas a la monogamia hace que también la salida de ese “armario” esté cada vez menos expuesta (aunque todavía lo está mucho) a la violencia de la normatividad impuesta.
Pero, ¿qué ocurre con el “armario psicoactivo”? En este caso, ¿hay avances o retrocesos? ¿Cuál sigue siendo el coste de la honestidad en este tema?
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