
Un neuroléptico (de “neuro-leptos” es decir, “ata nervios”) o antipsicótico es un fármaco que, en principio, aunque no exclusivamente, debería usarse para el tratamiento de las psicosis. Sin embargo, parece necesario dedicarle un espacio en una guía de corte educativo como ésta por la relevancia que puede tener su consumo entre la gente excluida del sistema, particularmente la más joven.[1] Por ello, y como ya hemos comentado antes, lo relevante en el caso de “drogas de farmacia” obviamente es proporcionar los datos más útiles para el desempeño preventivo, y no extendernos en demasía en dar información sobre productos farmacéuticos que la presentan perfectamente detallada en sus respectivos prospectos aprobados por la AEMPS. Por ello, daremos algunos datos generales sobre las sustancias más conocidas de este grupo, y también haremos algunas reflexiones procedentes para el trabajo educativo-preventivo.
SOBRE LAS PRINCIPALES SUSTANCIAS
Los neurolépticos (a menudo reconocibles por sus terminaciones -pina o -zina, aunque esto no sucede siempre) en general están indicados en casos de esquizofrenia, para hacer desaparecer alucinaciones y en trastornos bipolares, para tratar episodios maníacos con o sin síntomas psicóticos. Son denominados también tranquilizantes mayores e incluso “camisas de fuerza químicas”. Se han desarrollado varias generaciones de ellos. La primera, la llamada de los antipsicóticos típicos, descubiertos en la década de 1950. Por ejemplo, en 1952 Jean Delay y Pierre Deniker, dos de los psiquiatras más reconocidos de su época, comenzaron a ensayar la clorpromazina, En 1958 se descubrieron las propiedades antipsicóticas del haloperidol. La segunda generación la constituye un grupo de antipsicóticos atípicos, de descubrimiento más reciente (alrededor de los años 1990) y de mayor uso en la actualidad. En las décadas posteriores se sintetizaron numerosos compuestos antipsicóticos con eficacia equivalente y (pese a ser publicitados como menos agresivos y con menos efectos adversos) con pocas diferencias en su toxicidad.
Entre los antipsicóticos típicos encontramos las fenotiazinas, como la mencionada clorpromazina, las butirofenonas, como el haloperidol, o los tioxantenos, como el tiotixeno. Su acción se ejerce al bloquear los receptores dopaminérgicos D2.
Entre los antipsicóticos atípicos están las dibenzodiacepinas como la clozapina, la olanzapina o la quetiapina (con acción antagónica sobre los receptores 5HT2) o los bencisoxazoles, como la risperidona. Su acción antipsicótica se ejerce no sólo por el antagonismo de los receptores dopaminérgicos D2, sino también por los de la serotonina, los histamínicos y los muscarínicos.[2]
En general, producen un estado de tranquilidad e indiferencia inmediatas, petrificación o siderismo de las emociones y de la líbido. Es por esto por lo que, en 1952, el primer científico en experimentar con ellos (Laborit) los calificó de auténticos «lobotomizadores químicos». Ningún otro grupo de fármacos prescritos por personal sanitario genera porcentualmente tantas intoxicaciones agudas y letales. Además, cuando se trata de fármacos de acción prolongada las reacciones adversas no se interrumpen fácilmente al suspender la medicación, por la impregnación del organismo que se produce.[3]
Los antipsicóticos en general generan tolerancia rápidamente. Además, sus efectos adversos se producen incluso con dosis bajas. Éstos incluyen la agranulocitosis (bajada en la sangre de la cantidad de uno de los tipos de glóbulos blancos), la discinesia (presencia de movimientos anormales e involuntarios sobre todo de la musculatura facial), la acatisia (sensación de incomodidad que produce al sujeto la necesidad de moverse, especialmente las piernas), la ambliopía (conocida habitualmente como “ojo vago”), sequedad bucal, mareo, sedación, insomnio, o la hipotensión ortostática.[4] Además, generan ganancia de peso en el 90% de las usuarias (se indica que esto es más marcado en el caso de la olanzapina o de la clozapina, que la risperidona y la quetiapina lo hacen en grado menor y la ziprasidona y el aripiprazol se consideran neutras con respecto al peso corporal). Recientemente, la FDA exigió a los fabricantes de antipsicóticos atípicos la inclusión de una advertencia sobre el riesgo de hiperglucemia y diabetes que comportan estos fármacos. Más raramente, puede causar una reacción alérgica (por ejemplo, hinchazón en la boca y garganta, picor, exantemas) y disfunción eréctil.[5]
LA MEDICALIZACIÓN DE NIÑOS/AS “PROBLEMÁTICAS”
Como comentaremos también más tarde, al hablar de las benzodiacepinas y del metilenidato, nos enfrentamos a un desmedido consumo de psicofármacos por parte de menores de edad (y también de sus mayores, claro). Estamos en realidad frente a problemas de salud social, que en absoluto deberían conllevar su individualización y, con ella, el etiquetaje, el estigma y ni mucho menos la posterior medicalización de millones de niñas/os. El propio Allen Frances, que fue director durante años del Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM; texto en el que, en sus sucesivas ediciones, se definen y describen las diferentes «patologías mentales» según la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, APA, por sus etnocéntricas siglas en inglés), elaboró recientemente un libro reconociendo precisamente los excesos en el etiquetaje y la patologización de problemas sociales.[6]
En este caso no hablamos del sobrediagnosticado TDA/H (del que hablaremos en el epígrafe correspondiente al metilenidato) sino del llamado Trastorno Negativista Desafiante o TND. Lo (más) preocupante del caso es que este diagnóstico y su posterior “tratamiento” con neurolépticos no se corresponde en absoluto a problemas de esquizofrenia, psicosis u otros de ese tipo, sino a cuestiones conductuales. Éstas exigirían un abordaje educativo y, obviamente, de intervención sobre las condiciones contextuales de las criaturas, y no un etiquetaje psiquiátrico y una medicación que, lamentablemente, en estos casos sólo sirve para tener quietas a las menores que (por diversas y complejas causas sociales, no por “nacer desafiantes”) desarrollan dichos problemas de conducta. Este aberrante “diagnóstico” y práctica de medicar con estos fármacos, afortunadamente, no es habitual en las aulas de la educación reglada en España (aunque, por supuesto, existe) pero es desgraciadamente frecuente en los centros de acogida de menores y en las cárceles para niños y niñas, mal llamadas (eufemística y falsamente) “reformatorios”. En ellos, las “gotitas de haloperidol” o la risperidona, la olanzapina, el aripiprazol, etc. son habituales, y abundan los testimonios de educadoras que incluso son “conminadas” a administrar estos fármacos (aunque no les corresponda hacerlo) mientras las psiquiatras que los prescriben reconocen (literalmente) que si esas medicaciones fueran realmente necesarias “se las pincharían”.[7]
Como educadoras, cabe hacerse la pregunta de si nos escandalizamos ante determinados consumos pero no por esto. Ahí queda la reflexión, aunque es sin duda ésta mucho más extensa y compleja de lo que procede expresar en estas pocas líneas.
[1] Obviamente, éste no es el único caso de su uso inadecuado, pero tal vez sí el más sangrante. Los antipsicóticos y las benzodiacepinas son prescritos a las personas mayores institucionalizadas en residencias, careciendo de una indicación adecuada para su uso en la mayoría de los casos.
[2] Por ejemplo, la quetiapina ejerce su efecto a través de su actividad como antagonista de los receptores de la serotonina y dopamina, específicamente los D2 de la dopamina, el adrenoreceptor alfa-1 y alfa-2 y los receptores de la serotonina 5-HT2. Tiene además afinidad sobre los receptores 5-HT1A, donde actúa como agonista parcial.
[3] Por ejemplo, la olanzapina (una de cuyas marcas comerciales más conocidas es Zyprexa) tiene una vida media de eliminación de entre 21 y 54 horas. Las concentraciones plasmáticas en estado estacionario se adquieren aproximadamente en una semana.
[4] Quien redacta, no ha visto jamás unas varices como las que pudo observar en un chico de 16 años, recluido en un centro de menores y medicado con olanzapina, por este último efecto secundario mencionado.
[5] Ver también, por ejemplo, https://www.agenciasinc.es/Noticias/Por-que-los-antipsicoticos-causan-danos-cognitivos?fbclid=IwAR31aY2Tkwz-jUv3UkpzXYP0YZh4_18MvfxGjoIaHKmQYJoZ2Z3hWG56Oi “Investigadores españoles del Centro de Investigación Biomédica en Red Salud Mental (CIBERSAM) han identificado los mecanismos inflamatorios de los fármacos antipsicóticos en el cerebro, que causan dificultades en la memoria, atención y planificación de tareas, lo que contribuye a la ‘cronificación’ de la enfermedad mental. Estos científicos pertenecientes a la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) junto a otros grupos internacionales han desentrañado los mecanismos celulares que explicarían el deterioro cognitivo tras el uso continuado.”
[6] Frances, A., ¿Somos todos enfermos mentales?, Ed. Ariel, Barcelona, 2014.
[7] Estas son respuestas ante la duda que plantean algunas educadoras, no sólo sobre la idoneidad de los tratamientos, sino sobre qué hacer si las chavalas dicen abiertamente que no se los quieren tomar o los esconden bajo la lengua, por ejemplo. No es propósito de este epígrafe, pero al consumo de neurolépticos y de las mencionadas benzodiacepinas y metilfenidato en este tipo de Centros hay que añadir la también habitual administración de antidepresivos a las criaturas (escitalopram, mirtazapina, etc.), por mucho que sus problemas no sean, ni de depresión, ni de psicosis… sino generados por situaciones vitales dramáticas. Por supuesto, el consumo de neurolépticos y el de benzodiacepinas es muy frecuente también en la cárcel de adultas.
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